Epílogo

Retrato de familia en tiempo venezolano

La metáfora nacional venezolana es la familia. Contra los desastres de la guerra, a veces social, más veces política, el relato de la familia ha sido no solamente raigal sino, sobre todo, arbóreo. Solo en Venezuela el linaje se despliega como una virtud de la memoria nacional pero también como una forma que adquiere su mayor sentido en el futuro. La raíz (los varios orígenes que se remontan a fuentes europeas, nativas y africanas) y el árbol (el frondoso delta social que se diversifica más allá de las fronteras) son las imágenes centrales de ese relato migratorio que viene de lejos, haciéndose y por venir. Si la raigambre remite a la tradición, el despliegue se debe a lo moderno. La Utopía venezolana es la fundación de una familia nacional.

Por ello, la historia de la modernidad venezolana ha narrado los trabajos por afincar en el vasto espacio pródigo, y los valores por compartir de una comunidad en construcción. Los relatos de la exploración, en efecto, dan cuenta de la abundancia natural de una madre Naturaleza tocada por «la gracia» (como anunció Colón en el primer documento sobre Venezuela). La gracia quiere decir el favor de Dios, los dones de la tierra concedidos por el Dador. Ya en el siglo xviii los cronistas de la exploración del Orinoco anuncian, en su barroco relato, una extraordinaria profusión de frutos y pájaros; tantos que, en una ilustración propia del barroco americano, no caben en el lenguaje. Se diría que esos prodigios naturales se dejaron ver en ese castellano mestizo y luego siguieron de largo. Pero aún siguen vivos y con brío en las crónicas, afincando en ese delta verbal, equivalente, por cierto, al gran Delta fluvial que no en vano alimenta el espléndido relato de escritores como José Balza, en cuya fabulación el mundo sigue recomenzando. Si en la novela Memorias de Mamá Blanca, de la primerísima narradora Teresa de la Parra, la familia venezolana deja la hacienda materna y se traslada a la ciudad reciente; en Doña Bárbara, la clásica novela de Rómulo Gallegos, se plantea ese tránsito de lo tradicional a lo moderno como un dilema social. La primera se remonta a las raíces, la segunda a las nuevas ramas. La novela será en Venezuela el relato de una comunidad en proceso de constituirse. Por lo mismo, los agentes culturales serán aquellos que introducen las promesas del trabajo, del comercio y la tecnología, de la educación y las comunicaciones.

En el proceso de esa construcción, no es casual que el comercio, entendido en la historia cultural como una forma del intercambio de bienes capaz de individualizar a los sujetos, sea una de las fuentes de la comunicación. No en vano Mercurio es el dios del comercio y de la comunicación. Ya uno de los fundadores, Andrés Bello, en su «Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida» había sumado los bienes de América y los de Europa en manos del trabajo. Trazando esta genealogía en mis investigaciones sobre la imagen de la abundancia americana, en la Biblioteca Nacional de Caracas, guiado por la magnífica Virginia Betancourt, luego de haber recorrido la pintura venezolana del Museo de Arte Contemporáneo de la mano de la grande Sofía Imber, me encontré con el tratado del comercio de Joseph Luis de Cisneros, que es uno de los primeros catálogos americanos producidos por las diligencias de la siembra, la cosecha y el comercio. En la impronta de los cronistas barrocos y la lección de Bello, este joven Cisneros sumaba en el lenguaje de su tiempo los frutos como un bodegón colectivo. Cuando conocí a Gustavo y Patricia Cisneros, en las reuniones anuales del Foro Iberoamericano que bajo la viva inspiración de Carlos Fuentes reúne en encuentros anuales a intelectuales, empresarios, directores de diarios, economistas y políticos, recordé a ese Joseph Luis, cuyo tratado prefiguraba los trabajos de Gustavo y su familia.

Esta historia de la familia Jiménez de Cisneros, que es una investigación académica formal, documentada en fuentes y archivos, gracias a la competencia académica de José Ángel Rodríguez, forma parte también de esa genealogía de las raíces y los árboles, de los orígenes y las proyecciones, que en Venezuela cristaliza en la memoria familiar. La saga de la familia Cisneros viene de lejos y se remonta más allá, construyendo, en efecto, un relato nacional y transatlántico, cuya cartografía incluye el Caribe, Venezuela y Estados Unidos. Un trayecto de idas y vueltas, entre aventuras y venturas de un conglomerado empresarial que es una red productiva y moderna. La saga de transformar recursos, procesar materiales, organizar sistemas y generar nuevas fuentes de trabajo y bienestar, demuestra con elocuencia el liderazgo y la imaginación de una empresa familiar hecha en los desafíos y dilemas como en la diversificación y la globalidad. A nuestra historia latinoamericana le hacen falta estas biografías de familias modernas, que son claves en la configuración de la comunidad regional, la conciencia nacional y la importancia de la institucionalidad del estado como garante de la civilidad. Si, como se afirma ahora, la democracia se sostiene en el mercado capaz de gestar inclusión social, el empresariado latinoamericano tiene el papel de forjar alternativas serias a las tentaciones retroactivas y tradicionales.

El talante creativo y optimista de Gustavo Cisneros y Patricia Phelps de Cisneros se hace elocuente en sus tareas filantrópicas, educativas y de conservación artística. La colección de artes plásticas de Patricia, una de las mejores del mundo, se ha exhibido en no pocos museos y galerías, y es fundamental para el estudio de nuestra riqueza estética vanguardista; y su labor como gestora de la Fundación Mozarteum Venezuela, que ella y Gustavo fundaron en 1985, así como su apoyo a El Sistema, la admirable creación musical de José Antonio Abreu, ilustran no solo la voluntad de servicio sino la conciencia social de una familia que sembró las semillas y comparte los frutos.